“Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó.”
Con estas simples palabras, Dios nos reveló una de las verdades más cruciales para la vida del ser humano; una verdad que no concuerda con la ciencia, la filosofía, ni la sociedad moderna: el ser humano tiene valor. El valor del ser humano, según Génesis 1:27, no se encuentra en la ropa que usa, el dinero que tiene, o su aportación a la sociedad. El valor de una persona no se encuentra en sus capacidades físicas o intelectuales, en su salud, fuerza, o personalidad, ni en las personas que lo rodean. El valor de una persona, según Génesis, se encuentra en el imagen de Dios, el cual todo ser humano posee. En otras palabras, cada persona tiene un valor innato (natural) por el mero hecho de que todos fuimos creados por Dios.
La ciencia, sin embargo, nos enseña que el ser humano no fue creado, sino que solo somos un accidente, producto de la naturaleza (el Big Bang y la Evolución). Parece ser un detalle insignificante decir que fuimos creados vs. decir que fuimos formados por procesos naturales, pero la diferencia es increíblemente significante. De la misma manera en que no podemos hablar de propósito sin hablar de intención, no podemos hablar de valor sin hablar de creación. Si no fuimos creados, el ser humano no tiene ningún propósito real, mucho menos un valor innato. Bajo la teoría de la evolución, el ser humano no es muy diferente al resto del mundo animal, la única diferencia siendo que somos un poco más inteligentes. Para decir más, si le pudiéramos dar para atrás al tiempo, y volverlo a empezar, es muy probable que surgirían una serie de organismos muy diferentes a los de la actualidad, y el ser humano probablemente nunca hubiera existido. Por lo tanto, no hay nada especial en nosotros, sino que estamos aquí simplemente por accidente.
Pero, el ser humano no puede vivir así. Necesitamos sentir que tenemos algún propósito o algún valor, porque de lo contrario perderíamos todo deseo de vivir. Bajo esta perspectiva, entonces, es necesario otorgarle valor al ser humano bajo otros principios no-relacionados a nuestra creación, y de esa manera lograr mantener nuestra felicidad. Es por esta razón que, históricamente, el valor de las personas se ha encontrado en su estatus social, su nivel de riqueza, las personas que lo rodean, o en su aportación a la sociedad. Una persona pobre, negra, y de poca educación no tiene mucho valor en una sociedad dominada por personas blancas, ricas, y poderosas. Con esta perspectiva en mente, no es sorprendente escuchar cómo en Italia literalmente están decidiendo dejar a las personas de mayor edad morir por el Coronavirus, para así poder enfocar los recursos limitados a personas jóvenes, las cuales tienen más para aportar a la sociedad. En palabras sencillas, la vida de un joven vale más que la vida de un anciano.
Sin embargo, esto no siempre es el caso. En el aborto, por ejemplo, no se le da prioridad a la vida más joven (el bebé), sino a la vida más anciana (la madre). En este caso, el valor del feto es insignificante al lado de la felicidad de la madre, aún cuando se ha demostrado que el feto puede sentir dolor desde tan temprano como las 14 semanas de gestación.
Son muchos los problemas que existen en asignar el valor de una persona en base de criterios como los antes mencionados. En ocasiones, por ejemplo, el criterio es subjetivo (aportación a la sociedad) o relativo a las circunstancias (Coronavirus vs. el aborto), y en la gran mayoría de los casos los criterios son demasiado variables (el dinero), con la capacidad de cambiar en cualquier momento. El resultado es que, aún usando estos criterios, el valor del ser humano resulta ser una mera ilusión; una asignación arbitraria impuesta por la mayoría, no muy diferente al valor asignado al dinero, el cual también puede cambiar en un instante. Sin embargo, a pesar de no tener ninguna base objetiva y consistente para establecer el valor del ser humano, el mundo sigue luchando por la igualdad, los derechos, y el respeto como si el ser humano realmente tuviera algún valor innato. Tales luchas son contradictorias e irracionales en una sociedad naturalista (sin Dios), y solo tienen sentido si realmente fuimos creados por Dios. Por esta razón la Declaración de la Independencia comienza diciendo que “todo ser humano fue creado igual,” y que “su Creador les otorga ciertos derechos inalienables.” En otras palabras, todo ser humano tiene un valor innato, dado por Dios mismo. Esta es la base de los derechos humanos, y su fundamento es Dios. Si eliminamos el fundamento, no tenemos ninguna base objetiva para luchar por los derechos humanos.
Pero, quizás el problema mayor con asignarle el valor a un ser humano en base de estos criterios subjetivos es que aportan a la formación errónea de la identidad. Cuando a mi me enseñan desde pequeño que mi valor depende del dinero, por ejemplo, el dinero comienza a ser parte de mi identidad. Quién yo soy en el mundo depende de cuánto dinero yo tengo, o mi nivel de inteligencia, o lo atractivo de mi físico, etc. Pero, ¿qué pasa cuando algo atenta contra uno de estos elementos, o cuando los elementos en sí comienzan a cambiar? Si mi identidad depende de algo que puedo perder en cualquier momento, significa que estoy en un riesgo constante de perder mi identidad. Esto hace que yo me esfuerce aún más por impedir perder este elemento, lo cual fácilmente se puede convertir en una obsesión, y, en términos bíblicos, en idolatría. Además de esto, el miedo de perder mi identidad impide que yo pueda sentir paz y felicidad, y el resultado es una atadura o esclavitud hacia algo que realmente no tiene ningún valor.
Creo que el mejor ejemplo de este pensamiento errado se encuentra en el movimiento LGBTTQ, en donde mi identidad (y valor) se encuentra en mi sexualidad. Bajo esta perspectiva, cualquier crítica hacia mi sexualidad se ve como un ataque a mi valor como ser humano.
Antes de continuar, quiero aclarar que este blog no es una crítica hacia la comunidad LGBTTQ, ni un intento en demostrar bíblicamente que “el homosexualismo es pecado.” Más bien, el propósito aquí es señalar el peligro de buscar nuestra identidad fuera de Dios, utilizando el movimiento LGBTTQ, siendo el más prevalente en este momento, como representativo de la tendencia de la sociedad en general.
Honestamente, la sexualidad en esta sociedad moderna se ha convertido en un ídolo. Es la base para el tema de los derechos humanos, la tolerancia, el amor y el respeto. Además de esto, el sexo es una de las herramientas más comunes para llamar la atención, vender productos, y entretener. Es por esto que el sexo se encuentra en todas las partes de la sociedad, desde la música, las películas, y los videojuegos, hasta la política, las escuelas, y el comercio. El resultado es una sociedad altamente sexualizada, a tal punto de que el sexo es casi venerado como la base de la felicidad y el desarrollo personal. Para poder ser “yo,” para poder ser feliz, para poder vivir una vida plena, es necesario poder expresar mi sexualidad libremente, y cualquier intento de limitar mi sexualidad es un ataque hacia mi identidad como ser humano. Y, cuando atamos nuestra identidad de manera tan íntima a algo como la sexualidad, creamos una sociedad en donde el diálogo racional es prohibido. En una sociedad que le otorga tanto valor a la identidad sexual, no se puede decir nada que sea contrario a la opinión popular, ya que si lo haces eres catalogado como un fanático fundamentalista u homofóbico, y descartado de inmediato. La tolerancia solo es tolerancia si estás de acuerdo con la opinión pública, pero si estás en desacuerdo, mejor quédate callado. En tal sociedad, la felicidad personal y la aceptación son valoradas más que la verdad, en especial si esa verdad tiene alguna connotación religiosa.
Lo triste de todo esto es que no se ha limitado al “mundo,” sino que es un pensamiento que se ha ido engranando en las iglesias, también. En el blog anterior, por ejemplo, hablaba sobre cómo el evangelio ha sido distorsionado por una perspectiva humanista que valora más el desarrollo personal que la salvación. Para muchos cristianos, la muerte de Jesús no se trata del perdón de nuestros pecados, sino de la esperanza y la felicidad. Según estas personas, Jesús no vino para salvarme del pecado, sino para ayudarme a encontrar mi propia identidad, olvidando que ya nuestra identidad se nos fue dada en el momento de nuestra creación.
Nuestra identidad no se encuentra en lo externo (dinero), ni en lo interno (sexualidad), sino en lo eterno (Dios). Solo así podemos corregir los problemas mencionados anteriormente que se presentan cuando atamos nuestra identidad a cualquier cosa que no sea Dios. Por ejemplo, si nuestra identidad se encuentra en Dios, esto nos otorga un valor y una identidad objetiva, ya que está basada en algo externo a nosotros. También permite que esa identidad y ese valor sea constante, y no variable, ya que no depende de nada que puede cambiar o ser quitado en cualquier momento, sino que depende de un Dios que es el mismo ayer, hoy, y siempre (Hebreos 13:8). Una identidad centrada en Dios asegura que nuestra vida tenga propósito y dirección, e impide que esa identidad sea robada o distorsionada por ninguna persona o situación. La identidad que está centrada en algo fuera de Dios solo es una ilusión temporera que puede cambiar o ser perdida en cualquier momento; una mera sombra de la verdadera identidad que se encuentra en Dios.
“Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús.” (Gálatas 3:28)
Aunque el mensaje central de este pasaje es la unidad en Cristo, también nos ayuda a entender correctamente el asunto de la identidad. Fíjense que las categorías mencionadas en este pasaje corresponden a los criterios actuales de la identidad: la cultura (judío ni griego), el estatus social (esclavo ni libre), y la sexualidad (varón ni mujer). Las tres categorías, que pueden incluir elementos como el dinero, el poder, la educación, el género u orientación sexual, son rechazadas categóricamente por Pablo como bases de valor o identidad, y solo Cristo es afirmado, enseñándonos que, para el cristiano, nuestra identidad solo se puede encontrar en Él. Es por esto que Pablo también nos enseña que, una vez entregamos nuestra vida a Cristo, el viejo hombre deja de ser (Romanos 6:6), y nos exhorta a enfocarnos en las “cosas de arriba, no en las de la tierra” (Colosenses 3:2), reflejando las enseñanzas de Jesús sobre negarse a uno mismo (Mateo 16:24), y poner a Dios primero (Mateo 6:33).
El buscar nuestra identidad en la sexualidad (o en cualquier otra cosa que no sea Dios) es una perspectiva egocéntrica totalmente opuesta a la perspectiva teocéntrica enseñada en la Biblia. El mundo te dice “sé tu,” mientras que la Palabra nos dice “sé como Cristo” (Efesios 5:1; 1 Juan 2:6). El mundo te dice “busca tu propia felicidad,” mientras que la Palabra nos dice “busca primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas serán añadidas” (Mateo 6:33). El mundo te dice “enfócate en ti,” mientras que la Palabra nos dice “niégate a ti mismo, toma tu cruz, y sígueme” (Mateo 16:24). El mundo busca atar nuestra identidad a cosas secundarias, temporeras y pasajeras, y de esta manera lograr desenfocarnos de lo que verdaderamente importa: glorificar a Dios (1 Corintios 10:31; Colosenses 3:17). De las peores mentiras que nos han dicho es que el propósito de la vida es la felicidad, y que para poder ser feliz, el ser humano necesita casarse, estudiar, trabajar, tener dinero, estar rodeado de ciertas personas, etc. En otras palabras, que nuestra identidad o nuestro valor se encuentra en el mundo, y no en Dios.
Ahora bien, la perspectiva teocéntrica de la Biblia no implica que a Dios no le importa nuestra felicidad; sí le importa. Pero, la felicidad no es lo más importante en la vida, y que tampoco puede ser la base para justificar ninguna acción. Al final del día, no es nuestra sexualidad la que nos trae identidad, valor, o felicidad, sino Dios. Es Dios quién me creó en Su imagen y semejanza, dándome un valor real que no depende de nada externo o trivial. Mi valor como hijo o hija de Dios es algo que jamás puede dejar de ser, y nada de lo que yo haga o me hagan puede disminuir o aumentar ese valor. Cuando entiendo que mi identidad se encuentra en Cristo, y no en el mundo o las cosas del mundo, puedo desprenderme de la atadura de estar constantemente intentando mantener mi valor o mi identidad, y simplemente puedo vivir.
“Y conocerán la verdad, y la verdad los hará libres.” (Juan 8:32)
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