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Manuel Boglio

Seamos Niños


Llevo alrededor de 15 años en el ministerio de Educación Cristiana, principalmente trabajando con jóvenes y adultos. Al principio del ministerio, llegué a trabajar con juveniles, pero ya estos juveniles estaban cerca de la edad de joven, así que esa experiencia no duró mucho. Por lo tanto, puedo decir con firmeza que yo no tengo casi ninguna experiencia trabajando con niños (14 años de edad, o menos).

La realidad es que yo nunca he sentido llamado para trabajar con niños, ni tampoco he considerado que tengo la capacidad para hacerlo.


El que me conoce sabe que soy relativamente serio, mi lenguaje cuando hablo sobre las cosas de Dios tiende a ser un poco intelectual, y en general mi personalidad no es la ideal para capturar la atención de un niño por mucho tiempo. De hecho, ya estoy en una edad en la que estoy notando que ya casi no tengo la capacidad para conectar con jóvenes o jóvenes-adultos (edades de 15-25). Este año tuve mi primera experiencia trabajando con jóvenes universitarios, y definitivamente siento que esa es mi área de trabajo preferida. Sencillamente, debo de reconocer que ya no soy un joven o joven-adulto, y que estoy bien distanciado de estas generaciones, lo cual lo hace un poco más difícil llegarles.

 

Sin embargo, por diversas razones, esta semana me tocó predicarle a un grupo de juveniles, de 5to a 8vo grado. Originalmente, me pidieron que les hablara sobre la evidencia de la Resurrección, pero la verdad es que no me sentía confiado en mi habilidad de hablarles sobre ese tema de una manera más sencilla y dinámica de lo que estoy acostumbrado. Tenía miedo aburrirlos, así que decidí buscar otro tema. Eventualmente, llegué al tema de la importancia de la existencia de Dios en nuestra vida; un tema que he tocado en varias ocasiones a jóvenes-adultos. De hecho, es parte de la clase que diseñé para jóvenes universitarios.

 

El tema es bastante profundo, requiere mucha atención y capacidad para reflexionar, pero es uno en el que hago muchas preguntas, así que sentí que sería la mejor manera de capturar la atención de estos juveniles. Sin embargo, al comenzar la actividad (era un retiro), al ver cuán pequeños realmente eran estos estudiantes, y al escuchar y ver a los otros maestros ser tan dinámicos y divertidos, fui lleno de mucha duda, y tenía miedo de que iba a hacer un mal trabajo. Al final del día, logré capturar su atención, me hicieron muchas preguntas, nadie se durmió, todos parecían entender el mensaje, y terminé con una sensación de satisfacción y agradecimiento por la oportunidad. Pero, este escrito no es sobre mí; es sobre algo que me impactó durante esta experiencia con estos juveniles, el cual tiene una aplicación de suma importancia para la iglesia.


La primera pregunta que yo hago durante esta presentación sobre la importancia de Dios es: Si descubrieras hoy, 100%, que Dios no existe, ¿haría alguna diferencia en tu vida? ¿Haría alguna diferencia en la sociedad si Dios no existiera? Para serles honesto, no sabía lo que estos juveniles me iban a responder, pero lo que me respondieron me dejó con la boca abierta.

 

Uno de los estudiantes dijo que, si Dios no existiera, no habría ningún punto en nada de lo que hacemos. Otros me dijeron que, sin Dios, la vida no tendría sentido, que la sociedad estaría perdida, sin rumbo o dirección. Uno me dijo que, sin Dios, las personas se volverían locas, que muchos no sabrían la diferencia entre el bien y el mal, y que algunos hasta se suicidarían. Un estudiante me dijo que, sin Dios, el universo no existiría, mientras que otro me dijo que las personas perderían esperanza en tiempos difíciles.

 

Cada una de estas respuestas son increíblemente profundas, y usualmente requieren mucha reflexión para uno darse cuenta de ellas. Pero, lo que me impactó no fueron sus respuestas, como tal, aunque admito que me sorprendió mucho ver que tuvieran esta capacidad de analizar las implicaciones de la no-existencia de Dios. Lo que me impactó es lo radicalmente distintas que fueron sus respuestas, en comparación con jóvenes más adultos.

 

He hecho esta pregunta en varias ocasiones a diversos grupos, el más reciente siendo a mis estudiantes universitarios de la clase de Fe Cristiana en la Universidad Interamericana. Usualmente, las respuestas de los más adultos es una variación de, “Si Dios no existiera, realmente no haría ninguna diferencia en la sociedad.” La gran mayoría de los jóvenes y adultos a quienes les he hecho esta pregunta no logran ni tan siquiera entender la pregunta. Usualmente contestan sobre la importancia de creer en Dios, pero no entienden que creer en Dios es una cosa, y que Dios exista es otra. La pregunta es sobre la importancia de la existencia de Dios, no sobre la importancia de creer en Él. Pero, aun cuando finalmente entienden la pregunta, muy pocos contestan que la no-existencia de Dios cambiaría algo en sus vidas. La mayoría simplemente dice que seguirían haciendo el bien, amando al prójimo, y viviendo sus vidas de la misma forma en que lo hacen ahora.

 

¡Qué diferencia tan drástica!

 

Es aquí donde pude ver lo significativo de las palabras de Jesús en Mateo 18:2-3, “Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos.”

En este pasaje, Jesús está hablando sobre la humildad y/o inocencia de un niño, en comparación con un adulto. Pero, creo que sus palabras tienen una mayor aplicación. Los que trabajan con niños seguramente se han dado cuenta más que yo de su capacidad de ver lo bueno en el mundo. Ellos ven al mundo a través de unos ojos de inocencia, de esperanza, de amor, cosas que, para muchos, lamentablemente se va perdiendo con el tiempo. No sé exactamente el por qué, pero quizás una de las razones es por las experiencias negativas que uno va teniendo con el pasar de los años. Estas experiencias nos marcan, nos traumatizan, y cambian nuestra forma de ver al mundo.

 

En este caso, cada uno de esos niños pudo reconocer la importancia de la existencia de Dios. Y, lo reconocieron de manera inmediata; no tuvieron que pensarlo mucho. Sin embargo, para los más adultos (por lo menos en mi experiencia) se les hace mucho más difícil darse cuenta de esto. Creo que muchos adultos ven a Dios como una creencia cultural, aprendida, y a la iglesia como una simple costumbre. Estamos tan ocupados con los afanes de la vida que casi no tenemos tiempo para Dios. Muy pocos de nosotros sacamos un tiempo para pensar en Dios, para reflexionar sobre Sus misterios, o para contemplar sobre la belleza de Su Palabra. Estamos tan acostumbrados a trabajar, estudiar, y a resolver cualquier problema que se nos enfrente a diario que muy pocas veces pensamos en Dios. Si aparece un problema en mi vida, busco la manera de enfrentarlo, pero pocas veces parte de la solución es confiar en Dios.

 

La realidad del caso es que muchos de nosotros hemos perdido nuestra capacidad para darnos cuenta de cuán importante es Dios en nuestro diario vivir. Pero, un niño no tiene estos afanes, y usualmente no ha tenido tantas experiencias negativas en su vida que le impide ver a Dios. Estos niños en esta clase aceptan la existencia de Dios como algo obvio, mientras que un adulto requiere más evidencia. A ellos se les hace difícil entender el cómo una persona puede vivir su vida sin Dios, mientras que a los más adultos les cuesta seguir creyendo. Estos niños vieron mi presentación como una oportunidad de hacer preguntas y resolver dudas sobre Dios, y aprender cosas nuevas de Él. Uno me preguntó, por ejemplo, “¿Quién creó a Dios?” (Luego de la clase, descubrí que sólo hizo esa pregunta para probarme, para saber si yo sabía de lo que estaba hablando). Otro me preguntó sobre la eternidad de Dios. Otro sobre la vida después de la muerte. Otro sobre la naturaleza humana de Jesús.


Me hicieron tantas preguntas que tuve que decirles que teníamos que parar para continuar con el tema de la presentación. Esta hambre por aprender más de Dios es algo que muy pocos adultos parecen tener. En la universidad, la mayoría veía mi clase como una obligación, y no como una oportunidad para aprender más de Dios. Y, esto no es una experiencia única. La mayoría de las personas con las que interactúo no les interesa profundizar sobre Dios. Les basta con decir que creen, y seguir viviendo sus vidas. Pero, para estos niños, esto no es suficiente. Ellos querían más. Querían seguir preguntando, aprendiendo, y contestando mis preguntas. Y, mientras hablábamos, no podía dejar de pensar sobre las palabras de Jesús.

 

Verdaderamente, necesitamos ser más como niños. Necesitamos volver a despertar ese deseo por aprender más de Dios, de hacer preguntas, de pensar, de reflexionar. Necesitamos un poco más de inocencia, al mirar al mundo, y aprender a apreciar un poco más la belleza de Dios, aun en medio de tanta aflicción. Nuestra confianza en Él necesita ser más natural, y menos forzada. Y, nuestro deseo por compartir Su Palabra y hablar sobre Él con otros tiene que crecer. Estos niños no querían dejar de hablar sobre Dios, mientras que los más adultos les cuesta tan siquiera pensar en Él.

 

Seamos niños.

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